Marcelo había nacido en el 1877 en Villalmanzo, quedándose huérfano de padre y madre cuando sólo contaba 10 años de edad; su abuela materna y un tío se hicieron cargo de su crianza y educación hasta que en 1891, ya con 14 años, le colocaron de “botones” en un comercio de Madrid. En la capital de España estuvo trabajando hasta que le llegó el mal momento de cumplir con el servicio militar, pues nuestras colonias de Cuba y Filipinas estaban en franca rebelión militar, luchando por su independencia.

A principios de 1896 fue embarcado para Filipinas, donde llega en el mes de febrero, siendo destinado al Batallón Expedicionario de Cazadores nº 2, entrando inmediatamente en campaña contra los rebeldes tagalos, contra los que combatió en Silán, los montes de Paray, Managondón y Bulacán, hasta que en el mes de junio de 1898 llegó con su compañía para proteger el pequeño poblado de Baler.

Baler, un antiguo “barangay” fundado por los franciscanos en el siglo XVII, era una población de apenas 2.000 habitantes, perteneciente a la provincia de Nueva Écija, en la isla de Luzón, que ya había sido atacada por los tagalos en la insurrección de 1897, causando la muerte de 10 soldados de una guarnición de 50, provocando, además, el suicidio del teniente Mota, jefe del destacamento; el resto de la guarnición pudo ser evacuado tras la firma del pacto de Biac-na-Bató.

En esta segunda ocupación, la Compañía estaba al mando del capitán de Infantería D. Enrique de las Moreras, y la integraban 2 tenientes, 1 teniente médico, 2 sanitarios, uno de los cuales era indígena; 5 cabos, entre los que también había un indígena, un corneta y 45 soldados, todos ellos de modesta condición y procedentes de las más diversas regiones de España. Tan sólo Marcelo Adrián Obregón era burgalés.

En la noche del 26 de junio, tras unos días de tensa calma, pero sin que se observara la presencia del enemigo, en los cerros que dominaban el pueblo empezaron a arder numerosas hogueras que iluminaron fantasmagóricamente el campamento, anunciando la amenazadora y cercana presencia de un fuerte contingente de tagalos dispuestos al ataque. Ante semejante amenaza, el capitán de las Moreras decide refugiarse con todos sus hombres en la iglesia del pueblo, único edificio que ofrecía ciertas garantías de seguridad y de defensa. Acompaña al destacamento el párroco fray Cándido Gómez Carreño, que también decide refugiarse en su iglesia.

Cuando amaneció el día 27, después de una larga noche llena de inquietud, una patrulla de exploración hizo una salida, comprobando que el pueblo había sido abandonado por sus habitantes; sólo se había quedado el maestro Lucio Quezón, que volvió con ellos al refugio de la iglesia.

A partir de este momento, la iglesia de Baler se convirtió en un fortín perfectamente organizado para defenderse de un asedio que no tardaría en producirse, pues el día 30 sufrieron el primer ataque de los insurgentes filipinos, que hirieron en un pie al cabo Jesús García.

Se cavaron trincheras alrededor de la iglesia, se tapiaron ventanas, se reforzaron puertas y ventanas, se levantaron parapetos y en lo alto de la torre se estableció un puesto de vigilancia, que en numerosas ocasiones estuvo ocupado por el burgalés Marcelo, quien, según parece, era el mejor tirador de la Compañía; incluso se empezó a perforar un pozo, que a los 4 metros de profundidad comenzó a manar agua potable, que era, sin duda, su mayor carencia, pues estaban bien abastecidos de alimentos y municiones.

Lo que no podían suponer los sitiados es que al encerrarse en aquella iglesia, confiando probablemente en que no tardarían en acudir tropas en su ayuda, daban comienzo a una épica defensa numantina, que se iba a prolongar durante casi un año entero.

Poco a poco, la situación del destacamento se empezó a complicar, debido, en primer lugar, al continuo hostigamiento de los tagalos, que disparaban impunemente contra la iglesia desde las casas más cercanas del poblado, llegando incluso a bombardearla con cañones españoles capturados en Cavite por los rebeldes, causando daños en el tejado y las fachadas del edificio, que sus defensores tuvieron que apresurarse a reparar; por suerte, entre los soldados sitiados había canteros y albañiles que pudieron afrontar con éxito las tareas de reparación. Afortunadamente, también había cocineros y panaderos que se ocupaban de la intendencia; sastres que trataban de conservar lo mejor posible los cada vez más andrajosos uniformes y hasta un zapatero que trataba de reparar las destrozadas alpargatas. Otro gran problema apareció cuando los alimentos que tenían almacenados se empezaron a deteriorar al no poderlos conservar en condiciones normales por falta de sal, aumentando considerablemente el riesgo de contraer enfermedades infecciosas, como el beriberi y la disentería. La primera víctima del terrible beriberi fue el teniente Zayas, que falleció el 18 de octubre de 1898; poco después, el 22 de noviembre, por las mismas causas le siguió el capitán de las Moreras, por lo que el teniente Cerezo tuvo que hacerse cargo del mando. Ambos oficiales fueron enterrados con honores militares.

También se produjeron algunas deserciones, tanto del personal indígena como de soldados españoles, incapaces de soportar la vida en aquellas condiciones cada vez más infrahumanas. El cabo Vicente González y el soldado Antonio Menache, fueron fusilados al ser sorprendidos cuando intentaban fugarse del recinto.

La cada vez más crítica situación obliga a los sitiados a efectuar dos salidas, una para destruir una casa cercana, desde la que los asaltantes les acribillaban impunemente y otra en busca de verduras y hortalizas con que mejorar su cada vez más deficiente alimentación, que iba minando seriamente su salud y su resistencia física. En esta última salida aprovecharon la sorpresa y el desconcierto de los tagalos para pegar fuego al resto del poblado, con lo que consiguieron mejorar su posición defensiva, al ampliarse considerablemente el espacio entre los atacantes y los defensores. También consiguieron apoderarse de algunas calabazas y otras hortalizas que les sirvieron para mejorar su dieta y paliar momentáneamente los terribles efectos del beri-beri.

Pero el asedio continuó y los intentos realizados por los casi 800 tagalos atacantes, al mando del coronel Calixto Villacorta, para apoderarse de la iglesia fueron rechazados una y otra vez por el heroísmo de los soldados españoles, que preferían morir antes que rendirse. Sin embargo, dentro del recinto de la iglesia la situación era cada vez más desesperada; el terrible beriberi, al que se unió la disentería, fueron diezmando a sus ocupantes, causándoles hasta 14 bajas, a las que hay que añadir tan sólo dos por los disparos de los atacantes. Como es de suponer, el resto de aquellos esforzados defensores también se encontraba afectado por las enfermedades, o en un estado físico calamitoso, casi incapaces de sostener un fusil entre sus manos. También se produjo alguna deserción más, como la de un sanitario filipino, que se apresuró a comunicar a sus paisanos la triste situación de los sitiados.

En semejante situación, tampoco se enteraron que eran los últimos combatientes de una guerra que España ya había perdido ante el avasallador poderío militar yanqui. El teniente Cerezo se negó a dar crédito a los diferentes emisarios que se acercaron a parlamentar, asegurando que la guerra había terminado y también la ocupación española en las islas; pensó que eran burdas mentiras de los filipinos para conseguir su rendición. Finalmente, el 1 de junio de 1899 se presenta el teniente coronel español Aguilar Castañeda, que le entrega unos periódicos españoles que reflejan detalladamente la capitulación del Ejército español en Cuba y en Filipinas.

Ante semejante evidencia, el teniente Cerezo reúne a su harapienta y maltrecha tropa para informarles de la nueva situación y les propone entregar el puesto que tan heroicamente habían defendido, pero exigiendo una honrosa capitulación, para lo que redacta el siguiente escrito: “Capitulamos porque no tenemos víveres, pero deseamos hacerlo honrosamente. Deseamos también no quedar prisioneros de guerra. Si no es así, pelearemos hasta morir, o moriremos matando”.

Aceptada inmediatamente su petición por el teniente coronel Simón Tecson, jefe de los sitiadores, el día 2 de junio de 1899 el teniente Martín Cerezo manda izar la bandera blanca de rendición, a la que respondió el toque de corneta de los sitiadores, acto seguido, los 33 supervivientes, con la bandera española a la cabeza, abandonan en formación la iglesia de Baler, que durante 11 largos meses habían convertido en una fortaleza inexpugnable. Entre ellos se encontraba el soldado burgalés Marcelo Adrián Obregón.

Los restos de la Compañía del Batallón Expedicionario de Cazadores nº 2, con el teniente Cerezo al frente, fueron recibidos con entusiasmo por los soldados filipinos, que les rindieron honores militares y les aclamaron al grito de “¡Amigos, amigos!”.

El 6 de julio, escoltados por los mismos soldados filipinos que les habían sitiado, llegaron a Manila, donde fueron recibidos por el presidente de la nueva y flamante República de Filipinas, D. Emilio Aguinaldo, que les expresa la profunda admiración que su valerosa gesta le ha causado, al tiempo que les informa sobre el Decreto firmado por él mismo sobre su capitulación, que dice lo siguiente:

“Artículo único: Los individuos de que se componen las citadas fuerzas no serán considerados como prisioneros, sino por el contrario, como amigos, y en su consecuencia, se les proveerá por la Capitanía General de los pases necesarios para que puedan regresar a su país. Dado en Tarlak”

a 30 de junio de 1899. El Presidente de la República: Emilio Aguinaldo.

El 29 de julio los últimos de Filipinas embarcan en el vapor “Alicante” rumbo a Barcelona, donde llegan el 1 de setiembre. Su increíble odisea había llegado a su final, ahora les tocaba recibir gloria y honores.

Marcelo Adrián Obregón, después de ser condecorado, homenajeado y agasajado, se reincorpora a su antiguo puesto de trabajo en un comercio madrileño, al tiempo que reinicia sus relaciones con su antigua novia, Hilaria Cuesta, con la que pronto acabará casándose, aunque de este matrimonio no nacerá ningún hijo. Desde entonces su vida transcurrió sin grandes sobresaltos hasta que, en julio de 1936, otra guerra, esta vez fratricida, volvió a alterarla y volvió a vivir dentro de un cerco de fuego, en el que las casas y las personas eran destrozadas por las bombas de los asaltantes. Logró escapar del cerco de Madrid junto con su mujer y refugiarse en el pequeño pueblo conquense de Buenache de Alarcón, de donde ella era natural y donde tenían una sobrina. Pero en esta ocasión no pudo llegar a ver el final de la contienda. Murió un poco antes de que acabara, el 13 de febrero de 1939, siendo enterrado en una modesta y anónima sepultura del cementerio de aquel pueblo.

Su memoria se hubiese perdido si su sobrino, Eladio Adrián, no se hubiese empeñado en recuperarla, consiguiendo que en el año 2000 sus restos fueran exhumados e identificados.

Marcelo Adrián Obregón fue el último de “Los últimos de Filipinas” (1), en ser enterrado en el Mausoleo a los Héroes de Cuba y Filipinas que en su memoria se erigió en el cementerio de La Almudena de Madrid. El 15 de noviembre de ese mismo año se volvió a honrar públicamente la memoria y la gesta de éste héroe burgalés, en un acto público con presencia de autoridades militares y civiles, que consistió en celebrar una misa de campaña ante el féretro colocado sobre un túmulo con la bandera española, tras la cual se dio lectura al artículo 16 de las Reales Ordenanzas Militares, que dice así: “Los ejércitos de España son herederos y depositarios de una gloriosa tradición militar. El homenaje a los héroes que la forjaron es un deber de gratitud y un motivo de estímulo para la continuación de su obra”. A continuación fue leído un relato de la gesta de la iglesia de Baler y un soneto en su memoria, acabando el acto con la inhumación de los restos de Marcelo Adrián Obregón, seguida de un responso y una descarga de artillería. Para siempre, sus restos reposarán junto a sus compañeros de asedio y su memoria pasó del olvido a la gloria.

NOTA:

Los restos de los 17 enterrados en la iglesia de Baler fueron exhumados el 9 de noviembre de 1903 y enviados ese mismo año a España en el vapor filipino “Isla de Panay”.

Fuente: Burgospedia. Paco Blanco.